viernes 18 de abril de 2025 - Edición Nº2326

Cultura y Medios | 23 feb 2025

HISTORIA MISIONERA

Horacio Quiroga: una vida atormentada por la muerte y la soledad

El escritor, que había elegido a Misiones como su lugar en el mundo, viajó a Buenos Aires por cuestiones de salud. Mientras permaneció internado, trabó amistad con un paciente al que llamaban “el hombre elefante”, quien habría sido testigo involuntario de sus últimos minutos.


Horacio Silvestre Quiroga Forteza vino al mundo con el signo del infortunio grabado a fuego. Nacido el 31 de diciembre de 1878 en Salto, Uruguay, con pocos meses de vida quedó huérfano de padre -vicencónsul argentino y pariente de Facundo Quiroga- cuando en un accidente de caza se mató de un escopetazo. Su madre, Pastora Forteza se volvió a casar en 1891 con Mario Barcos quien, en 1896, quedó paralizado a raíz de un derrame cerebral. Por una desgraciada casualidad, Horacio fue testigo del momento en que Barcos se volaba la cabeza, también de un disparo de escopeta.

La herencia del padrastro la gastó en un viaje por Europa. Fue en primera clase y volvió en tercera, sin un peso y con una larga barba que luciría toda su vida. Su pasión por la escritura –que compartía con la de la fotografía, el ciclismo y la química- hizo que en 1901 publicase su primer libro, “Los arrecifes de coral”, dedicado a Leopoldo Lugones, que lo había deslumbrado con su obra “Oda a la desnudez”. Algunos criticaron ese libro, al calificarlo de “macaneos de un desequilibrado”.

se 1901 fue trágico en su vida. Dos hermanos murieron de fiebre tifoidea en el Chaco y fracasó su proyecto de una explotación algodonera en la provincia. Asistiendo en la limpieza de un revólver que su amigo Federico Ferrando usaría en un duelo con el periodista Germán Papini Zas, se le escapó un tiro que mató a Ferrando. Absuelto de culpa y cargo, dejó Uruguay y fue a vivir a la casa de su hermana María, en Argentina.

Se ganó la vida como profesor mientras que publicaba sus cuentos en diversos medios como Caras y Caretas, PBT, Tipos y Tipetes y el diario La Nación. Cuando acompañó como fotógrafo a Lugones en su viaje de estudio a las misiones jesuíticas de San Ignacio, se deslumbró para siempre con esa tierra roja. En 1906, con la ayuda de un crédito, adquirió una chacra de 185 hectáreas sobre el Alto Paraná.

Era profesor de literatura en el Normal 8 cuando se enamoró de una de sus alumnas, Ana María Cires, nacida en 1890, y que vivía en Banfield. A pesar de la oposición de los padres franceses de ella, se casaron el 30 de diciembre de 1909. En marzo del año siguiente, Quiroga pidió licencia en el colegio, y preparó todo para instalarse en la tierra colorada. No solo construiría una casa de madera, en la que incluyó un taller, sino también otra de piedra en la que se instaló su suegra, que no quería dejar sola a su hija. De aquellas épocas sobrevive un tacuaral, que él plantó.

Quiroga explotaba un yerbatal y fue juez de paz. Su desprolijidad en las cuestiones burocráticas lo llevó a anotar los nacimientos y defunciones en papelitos sueltos que guardaba en una lata de galletitas sin ningún tipo de orden.

En 1911 nació Eglé, su primera hija, y al año siguiente llegaría Darío. Pero la desgracia volvería a golpear a su puerta: su esposa se suicidó en febrero de 1915 ingiriendo líquido para revelado fotográfico. Tenía 25 años y agonizó cinco días. Está sepultada en el cementerio de San Ignacio.

El escritor regresó a Buenos Aires con sus hijos, viviendo miserablemente en un sótano de la calle Canning. Consiguió un puesto en el consulado uruguayo en Buenos Aires. Pudo mudarse a un departamento y más tarde a una vieja casa en Olivos.

Los críticos aseguran que en esa época escribió sus libros más consagrados. “Cuentos de amor, de locura y de muerte”, de 1917 y “Los Desterrados”, de 1926. En el medio, “Cuentos de la Selva”, de 1918; “Anaconda”, de 1921 y “El Desierto”, de 1924.

Por 1919 quedó deslumbrado por el cine, y no solo escribió críticas y reseñas de películas, sino que se animó con un guion, “La jangada”, que no pasó de ahí. También había pensado llevar a la pantalla el cuento “La gallina degollada”.

Entre 1919 y 1922 mantuvo una estrecha relación con la poetisa Alfonsina Storni. Hasta llegó proponerle irse juntos a Misiones. Indecisa, le consultó a su amigo, el pintor Quinquela Martín. “¿Con ese loco? ¡No!”, respondió tajante el artista boquense. Su espíritu enamoradizo le hizo fijar sus ojos en una de sus alumnas, Ana María Palacio, de 17 años, pero los padres no sólo se opusieron a la relación, sino que la llevaron lejos de su alcance.

Pasaba largas temporadas en su casa de Misiones, donde construyó sus propios muebles con la ayuda del lugareño Jacinto Escalera. Realizaba largos paseos por el río en una embarcación, a la que bautizó “Gaviota”. Su inventiva lo llevó a idear un aparato para la extracción de caucho, un mecanismo para matar hormigas y un método para la destilación de naranjas.

En 1927 se enamoró de María Elena Bravo, compañera de su hija Eglé. La chica, aún no tenía 20 años y Quiroga le llevaba casi 30. En 1928 tuvieron una hija, María Elena, “Pitoca”. El problema era que su esposa no quería saber nada con vivir en Misiones, adonde habían viajado en el Ford que el escritor había comprado. En 1935 publicó su último libro “Más allá”.

Entraba y salía con libertad del Clínicas, y escribía para obtener unos pesos para vivir. Mientras tanto se relacionaba con Batistessa, a quien le leía sus escritos y a veces algo de poesía. Aquel se ocupaba del cuidado de los jardines y solía acompañar a enfermos terminales.

Cuando la junta de médicos le comunicó a Quiroga el diagnóstico inexorable, pidió dar un paseo por la ciudad. Regresó cerca de las once de la noche, y nadie se percató de que había comprado polvo de cianuro que ingirió ese mismo 18 de febrero de 1937. Solo a Batistessa le habría comunicado su decisión y le habría pedido ayuda para morir. Luego de horas de agonía, falleció al día siguiente.

La noticia de su muerte impactó. Ni dinero para su sepelio tenía. Con lo que aportó Natalio Botana, director del diario Crítica y sus hijos, fue velado en la Sociedad Argentina de Escritores, que él había colaborado en fundar.

Su amiga Alfonsina -que se suicidaría en Mar del Plata el 25 de octubre de 1938- se ocupó de despedirlo a la manera que mejor sabía hacerlo: “Morir como tú, Horacio, en tus cabales, y así como en tus cuentos, no está mal; un rayo a tiempo y se acabó la feria… allá dirán”.

Ese sino autodestructivo que rodeó su vida no terminó con su muerte. Eglé se suicidó en 1938, exactamente un año después y Darío en 1952. Su otra hija, María Elena, lo hizo en enero de 1988.

Tendría mejores honras fúnebres cuando sus restos fueron llevados al Uruguay. Sus deseos fueron que su cuerpo fuera cremado y sus cenizas esparcidas en la selva misionera. Mientras tanto Batistessa, tal vez la última persona que vio con vida al escritor, continuó -no se sabe hasta cuando porque no existen registros aseguraron a Infobae las autoridades del hospital- su vida mínima de ser humano sensible encerrado en una piel monstruosa que la decencia y el recato social imponían ocultar.

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